En la cruz de Andalucía, 2

Artículo enviado por Daniel Fabela

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Los palacios nazaríes

Al día siguiente, como nos recomendó Manolo, a las seis de la mañana estábamos en el coche. A esa hora salimos rumbo a Granada. Llegamos a la famosa Alhambra como a las siete y media y fuimos los primeros de la cola para comprar boletos —o billetes, como les dicen por allá. Así conseguimos los tres primeros, a 12 euros por cabeza. Resulta que, por ley, tienen que vender cierta cantidad de boletos todos los días directamente, y no a través de reservaciones o agencias de viajes. Como eso no lo saben los turistas —y, además, como no les gusta levantarse temprano en vacaciones—, a veces se tardan varios días para conseguir entrar. Así que hay que guardar el secreto, que sí funciona.

El Generalife

A las ocho de la mañana ya estábamos formados para entrar a los famosos palacios nazaríes, donde los califas tenían de todo: alcobas, baños de agua limpia que los albañiles árabes habían encauzado desde la Sierra Nevada, fuentes y, por supuesto, un harén que no pueden ver los visitantes. Luego seguimos a los jardines del Generalife, cuya fuente con un montón de chorros brotantes por pura fuerza de gravedad, también fue diseñada por los albañiles moros. Terminamos antes de que cayera juerte el Sol, comimos y regresamos a la casita de los olivares como a las 9 de la noche, aunque, como dije, todavía había luz del Sol. Cenamos no sé qué embutidos muy sabrosos y nos preparamos pa’l día siguiente.

Ese día salimos como a las 10 de la mañana rumbo a Málaga, donde llegamos ya tarde por tomar las carreteras que bordean el mar, y no la “súper”. Eso sí: vimos muchas playas, aunque todas con el agua fría pa’ los oaxaqueños de Puerto Escondido.

En Málaga —“Malagueña salerosa, besar tus labios quisiera”— donde nació nada menos que Pablo Picasso, está el museo correspondiente. Como en varias otras ciudades europeas, hay calles peatonales en el equivalente al mexicano centro histórico de la Ciudad de México. Por allí comimos paella, y café —muy sabroso, de diferentes colores, tamaños y sabores. Seguimos la caminata y llegamos a un parque largo, lleno de árboles, a la vera de un cerro donde estaba un fuerte —no faltaba más.

Saguaro en Sevilla

Al otro día, fuimos al extremo faltante de la cruz: a la mismísima Sevilla, capital de Andalucía y sede, en 1992, de la exposición o feria mundial, cuando en el pabellón de México sembraron un saguaro —una cactácea— de cómo cinco metros de alto. Por supuesto, recorrimos la ciudad vieja y volví a ver la famosa torre de La Giralda, en la catedral. También recorrimos en bus turístico buena parte de la ciudad. Incluso pasamos por los edificios que distintos países habían construido para otra feria, pero ahora de principios del siglo pasado. Allí estaba el edificio mexicano, con motivos prehispánicos en la fachada.

Las calles del centro de Sevilla estaban llenas de restaurantes con tapas y paellas, y de turistas de todos colores. Por allí comimos, pero esta vez no regresamos a la casita de los olivares, pues seguimos en el coche rentado hacia Portugal, de lo que hablaré —o mejor, escribiré— en otra entrega.

La famosa Giralda

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