Los apodos y la formación de la personalidad

Muchas tardes, al salir de clases de secundaria, solíamos reunirnos en un enorme terreno baldío cerca de la escuela. Ahí nos quitábamos el suéter, poníamos las mochilas en el suelo marcando las porterías, alguien sacaba una pelota, la inflaba a pura fuerza de pulmones y comenzaba el partido de futbol. El Chore, portero oficial de nuestro equipo, se la arrojaba al Chivigón, que luego de librar al Niño y correr por la banda enfrentaba al Chetos, quien no podía detener la pelota que se dirigía peligrosamente en un centro hacia el área mientras el Nica buscaba cabecear para mandarla a gol y… ¡nada!, el Poni la detenía. Así pasábamos el rato.

Imagen de Sahin Sezer Dincer

Una tarde, una mujer que podría haber sido la madre de cualquiera de nosotros, se acercó mientras jugábamos. Le preguntó al Chore si no había visto a Gerardo. El Chore, con cara de afligido, le contestó que no lo conocía, y gritó hacia donde se desarrollaba la jugada: “¿Alguno de ustedes conoce a Gerardo?” Nos volteamos a ver con expresión de incertidumbre y dijimos que no. La mujer contraatacó: “¡Pero cómo es posible!, si siempre está aquí jugando con ustedes, yo lo he visto”. Se hizo un silencio y todos los jugadores nos detuvimos. De pronto, el Chore, observador, se dio cuenta de que el único que no estaba en el partido ese día era el Negro y dijo: “¡Ah!, ¡ya sé, señora!, dijo que se iba a su casa porque le dolía una muela”. La mujer dio las gracias y se fue. Ese día nos enteramos de que el Negro se llamaba Gerardo. Sabíamos que su apellido era Armas, porque lo habíamos escuchado mientras los maestros pasaban lista, pero al Negro, lo conocíamos así, como el Negro.

Narro esta anécdota para ilustrar la importancia que llegan a adquirir los apodos durante nuestro paso por la escuela. Se vuelven tan significativos que muchas veces sustituyen por completo al nombre, como en el caso del Negro. La mayoría tenemos apodos durante esa época. Dan identidad y personalidad, sirven para resaltar un rasgo u ocultarlo y pueden ser, en gran medida, un punto de partida respecto a la imagen que nos formamos de una persona. Se considera que normalmente quien tiene un apodo es relevante dentro de su círculo social: no pasa desapercibido pues –para bien o para mal– es reconocido por los otros.

Muchas personas famosas en los medios de comunicación –deportistas, actores, políticos, cronistas– tienen un apodo, algunas veces afectivo, otras despectivo, pero tan ligado a su personalidad que se ha convertido en la manera más común de hablar sobre ellos, ya que cada vez que se les menciona en la radio, la televisión, el periódico o la internet, no se usa su nombre sino su sobrenombre. Los apodos son actos creativos expresivos, motivados por la recreación lingüística, y no cualquiera es lo suficientemente observador como para concebirlos. Regularmente, quien pone el apodo percibe en el otro cierta característica que lo hace parecido a un objeto, un animal o una persona, o le recuerda una situación. Cuando el apodo es bueno, es aceptado de inmediato por el círculo más cercano y puede que incluso dure toda la vida.

Un problema de los apodos entre los adolescentes es que a veces son inspirados por emociones, no necesariamente agradables. De ahí que haya quienes rechacen el sobrenombre de inmediato. Cuando el muchacho se siente identificado con su nuevo apelativo, y le gusta, él mismo lo divulga. Cuando no le parece adecuado, lo sufre y lo rechaza incluso de manera violenta.

Aunque en general los apodos escolares suelen olvidarse con el tiempo, hay ocasiones en que pueden marcar de por vida al individuo y beneficiar o perjudicar la formación de su identidad. Como profesores, me parece que debemos tener cuidado cuando se trata de apodos que manifiestan un aspecto negativo de la personalidad, en especial cuando se trata de características físicas, ya que pueden impactar con mucha fuerza y de manera negativa a algunos adolescentes cuyo carácter aún no posee la fuerza para enfrentar una situación así. Dado que la personalidad y la individualidad se están formando, ser reconocido por los demás a partir de un defecto tiende a provocar sufrimiento. En situaciones como ésta, lo mejor será buscar la forma de mostrar a los demás las virtudes del estudiante, comentar el problema de algunos apodos y crear mecanismos que eviten las descalificaciones.

Recuerdo mucho el caso de un alumno que era terriblemente tímido y tenía grandes problemas para participar y comunicarse con sus compañeros. Desde el primer año los otros alumnos lo llamaron el Mudo. Este apodo tuvo tanta influencia sobre el chico que recurrió a mí, como maestro, para pedirme que lo enseñara a hablar. El miedo que sentía para expresarse respondía al hecho de que pensaba que no sabía hacerlo de manera correcta porque sus padres no tenían una educación escolar. Le recomendé que leyera y lo hizo. A la larga su transformación nos sorprendió a todos. En tercero de secundaria incluso participó en un concurso de oratoria y terminó entre los primeros lugares. Así el Mudo dejó de hacerle honor a su apodo.

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