Historia de la princesa Nurennahar

He llegado a saber ¡oh rey afortunado! que en la antigüedad del tiempo y el pasado de las edades y de los momentos había un rey valeroso y poderoso, que fue dotado por Alah el Generoso con tres hijos como lunas y que se llamaban: el mayor, Alí; el segundo Hassán, y el pequeño, Hossein. Y estos tres príncipes se educaron en el palacio de su padre con la hija de su tío, la princesa Nurennahar, que era huérfana de padre y madre, y que no tenía par en belleza, en ingenio, en encantos y en perfecciones entre las hijas de los hombres, pues por los ojos era comparable a la gacela asustada; por la boca a las corolas de las rosas y a las perlas; por las mejillas a los narcisos y a las anémonas, y por el talle a la flexible rama del árbol ban. Y creció con los tres jóvenes príncipes, hijos de su tío, entre alegrías y felicidades, jugando con ellos, comiendo con ellos y durmiendo con ellos.

Y el sultán, tío de Nurennahar, tuvo siempre pensado dársela en matrimonio a algún hijo del rey, entre sus vecinos, cuando llegase ella a púber. Pero al tomar la princesa el velo de la pubertad, no tardó en advertir él que sus hijos, los tres príncipes, la amaban apasionadamente con un amor igual y deseaban con su corazón conquistarla y poseerla. Y se le turbó mucho el alma y quedó muy perplejo, y se dijo: «Si doy la princesa Nurennahar a uno de sus primos con preferencia a los otros dos, éstos no quedarán contentos y murmurarán de mi decisión; y mi corazón no podrá sufrir el verles entristecidos y dolidos; y si la caso con algún otro príncipe extranjero, mis tres hijos llegarán al límite de la pena y de la angustia, y se les ennegrecerá y resentirá el alma; y quién sabe si en este caso no se matarán de desesperación, o no huirán de nuestra morada a algún país lejano en guerra. ¡En verdad, que el asunto está lleno de escollos y peligros y no es nada fácil de resolver!»

Y el sultán estuvo reflexionando acerca del particular mucho tiempo, y de pronto levantó la cabeza y exclamó: «¡Por Alah, que todo está resuelto!» Y llamó, acto seguido, a los tres príncipes Alí, Hassán y Hossein, y les dijo: «¡Oh hijos míos! a mis ojos tenéis exactamente los mismos méritos, y no puedo determinarme a preferir a uno de vosotros, en detrimento de sus hermanos, concediéndole en matrimonio a la princesa Nurennahar; y tampoco puedo casarla con vosotros tres a la vez. Pero he dado con un medio de satisfaceros por igual, sin lesionar a ninguno, y de mantener entre vosotros la concordia y el afecto. A vosotros, pues, cumple ahora escucharme atentamente y ejecutar lo que vais a oír. He aquí el plan que he discurrido: que cada uno de vosotros se vaya a viajar por diferente país, y que me traiga de allá la rareza que le parezca más singular y más extraordinaria. ¡Y daré la princesa, hija de nuestro tío, a quien vuelva con la maravilla más asombrosa! ¡Si consentís en ejecutar este plan que someto a vuestro criterio, estoy dispuesto a daros cuanto oro sea necesario para vuestro viaje y para la compra del objeto de vuestra elección!»

Los tres príncipes, que siempre fueron hijos sumisos y respetuosos, se adhirieron de común acuerdo a aquel proyecto de su padre, persuadido cada cual de que sería él quien llevara la rareza más maravillosa y llegaría a ser esposo de su prima Nurennahar. Y al verles el sultán tan bien dispuestos, les condujo al tesoro, y les dio cuantos sacos de oro quisieron. Y después de recomendarles que no prolongaran demasiado su estancia en los países extranjeros, se despidió de ellos abrazándoles e invocando sobre sus cabezas las bendiciones. Y disfrazados de mercaderes ambulantes, y seguidos de un solo esclavo cada cual, salieron ellos de su morada en la paz de Alah, montados en sus caballos de noble raza.

Y comenzaron juntos su viaje, yendo a parar a un khan situado en un paraje en que el camino se dividía en tres. Y tras de regalarse con una comida que hubieron de prepararles los esclavos, quedó concertado entre ellos que su ausencia duraría un año, ni un día más ni un día menos. Y se dieron cita en el mismo khan para la vuelta, con la condición de que el que llegara primero esperaría a sus hermanos, a fin de que se presentaran los tres juntos ante su padre el sultán. Y terminada que fue su comida, se lavaron las manos; y después de abrazarse y desearse recíprocamente un retorno feliz, montaron a caballo, y cada cual tomó un camino diferente.

El príncipe Alí, que era el mayor de los tres hermanos, luego de tres meses de viaje por llanuras y montañas, praderas y desiertos, llegó a un país de la India marítima, que era el reino de Bischangar. Y se fue a habitar en el khan principal de los mercaderes, y alquiló la vivienda mayor y más limpia para él y para su esclavo. Y en cuanto descansó de las fatigas del viaje, salió para examinar la ciudad, que tenía tres murallas, y era de una amplitud de dos parasangas a la redonda.

Y sin tardanza se encaminó al zoco, que le pareció admirable, formado como estaba por varias calles importantes que desembocaban en una plaza central con un hermoso estanque de mármol en medio. Y todas aquellas calles estaban abovedadas y frescas y bien alumbradas por las aberturas que tenían en su parte alta. Y cada calle la ocupaban mercaderes de distinta especie, pero que tenían oficios análogos. Porque en una no se veían más que telas finas de las Indias, estofas pintadas de colores vivos y puros con dibujos que representaban animales, paisajes, bosques, jardines y flores, brocados de Persia y sedas de la China. Mientras que en otra se veían hermosas porcelanas, lozas brillantes, vasos de lindas formas, bandejas labradas y tazas de todos tamaños. En tanto que en la de al lado se veían grandes chales de Cachemira, que doblados cabrían en el hueco de la mano, de tan fino y delicado como era su tejido; alfombras para plegaria y tapices de todos tamaños. Y más hacia la izquierda por ambos lados con puertas de acero, estaba la calle de los plateros y joyeros, relampagueante de pedrerías, de diamantes y de filigranas de oro y plata en prodigiosa confusión. Y al pasearse por aquellos zocos deslumbradores, observó con sorpresa que entre la multitud de indios y de indias que se agrupaban ante los escaparates de las tiendas, incluso las mujeres del pueblo llevaban collares, brazaletes y adornos en las piernas, en los pies, en las orejas y hasta en la nariz, y que cuanto más blanco era el color de las mujeres, más elevado era su rango y más preciosas y espléndidas sus preseas, aun cuando el color negro de las otras tuviese la ventaja de hacer resaltar mejor el brillo de las joyas y la blancura de las perlas.

Pero lo que sobre todo encantó al príncipe Alí fue la gran cantidad de mozalbetes que vendían rosas y jazmines, y el mohín insinuante con que ofrecían estas flores, y la fluidez con que se escurrían entre la compacta muchedumbre de las calles. Y admiró la predilección singular de los indios por las flores, que llegaba hasta el punto de que no solamente las llevaban en el pelo y en la mano, sino también en las orejas y en las narices. Y además, todas las tiendas estaban provistas de búcaros llenos de aquellas rosas y de aquellos jazmines; y el zoco estaba embalsamado con su olor, y se paseaba uno por allí como por un jardín colgante.

Cuando el príncipe Alí se regocijó de aquel modo los ojos con el espectáculo de todas aquellas cosas hermosas, quiso descansar un poco, y aceptó la invitación de un mercader que estaba sentado delante de su tienda y con el gesto y la sonrisa le incitaba a que entrara a descansar. Y en cuanto entró, el mercader le cedió el sitio de honor, y le ofreció refrescos, y no le hizo ninguna pregunta ociosa o indiscreta, y no le comprometió a hacer ninguna compra, que tan lleno de cortesía y dotado de buenas maneras estaba. Y el príncipe Alí apreció en extremo todo aquello, y se dijo: «¡Qué encantador país! ¡Y qué habitantes tan deliciosos!» Y quiso comprarle en el momento todo lo que tenía en su tienda, de tanto como le sedujo la finura y el don de gentes del mercader. Pero luego reflexionó que no sabría qué hacer después con todas aquellas mercancías, y se limitó, por el pronto, a entablar más amplio conocimiento con el mercader.

Y he aquí que, mientras conversaba con él y le interrogaba acerca de los usos y costumbres de los indios, vio pasar por delante de la tienda a un subastador que llevaba al brazo un alfombrín de seis pies cuadrados. Y parándose de repente, el vendedor aquel volvió la cabeza de derecha a izquierda, y voceó: «¡Oh gente del zoco! ¡oh compradores! ¡no perderá quien compre! ¡En treinta mil dinares de oro la alfombra! ¡La alfombra de plegaria ¡oh compradores! en treinta mil dinares de oro! ¡No perderá quien compre!»

Al oír este pregón, el príncipe Alí se dijo: «¡Qué país tan prodigioso! ¡una alfombra de plegaria en treinta mil dinares de oro! ¡he ahí una cosa como jamás la oí! ¿No querrá bromear este vendedor?» Luego, al ver que el vendedor repetía su pregón volviéndose hacia él, como quien habla en serio, le hizo seña de que se aproximara y le dijo que le mostrase la alfombra más de cerca. Y el vendedor extendió la alfombra sin decir palabra; y el príncipe Alí la examinó con detenimiento, y acabó por decir: «¡Oh vendedor! ¡por Alah que no veo por qué puede valer esta alfombra el precio exorbitante a que la voceas!» Y el vendedor sonrió, y dijo: «¡Oh mi señor! ¡no te asombres tan pronto de este precio, que no es excesivo en comparación con lo que realmente vale la alfombra! ¡Y mayor aún será tu asombro cuando te diga que tengo orden de hacer subir tal precio en subasta hasta cuarenta mil dinares de oro, y de no entregar la alfombra más que a quien me pague esta suma al contado!» Y el príncipe Alí exclamó: «Verdaderamente, ¡oh vendedor! es preciso ¡por Alah! que, para valer semejante precio, esta alfombra sea admirable por algo que ignoro o que no distingo…

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Y CUANDO LLEGÓ LA 808ª NOCHE

Ella dijo: «…Verdaderamente, ¡oh vendedor! es preciso ¡por Alah! que, para valer semejante precio, esta alfombra sea admirable por algo que ignoro o que no distingo». Y dijo el vendedor: «¡Tú lo has dicho, señor! ¡Has de saber que, en efecto, esta alfombra está dotada de una virtud invisible que hace que al sentarse en ella sea uno transportado inmediatamente adonde quiera ir, y con tanta rapidez, que se efectúa en menos tiempo del que se tarda en cerrar un ojo y abrir el otro! Y ningún obstáculo es capaz de detenerla en su marcha, porque ante ella se aleja la tempestad, huye la tormenta, se entreabren las montañas y las murallas, y por lo mismo, resultan inútiles y vanos los candados más sólidos. ¡Y tal es ¡oh mi señor! la virtud invisible de esta alfombra de plegaria!»

Y tras de hablar así, sin añadir una palabra más, el vendedor comenzaba a doblar la alfombra como para marcharse, cuando exclamó el príncipe Alí, en el límite de la alegría: «¡Oh vendedor de bendición! ¡si esta alfombra es verdaderamente tan extraordinaria como me dan a entender tus palabras, dispuesto estoy a pagarte no solamente los cuarenta mil dinares de oro que pides, sino otros mil más de regalo para ti por el corretaje! ¡Pero es preciso que vea con mis ojos y toque con mis manos!» Y el vendedor contestó sin inmutarse: «¿Dónde están los cuarenta mil dinares de oro, ¡oh mi señor!? ¿Y dónde están los otros mil que me promete tu generosidad?» Y contestó el príncipe Alí: «¡Están en el khan principal de los mercaderes, donde me alojo con mi esclavo! ¡Y allá iré contigo para contártelos, una vez que haya visto y tocado!» Y contestó el vendedor: «¡Por encima de mi cabeza y de mis ojos! ¡Pero el khan principal de los mercaderes está bastante lejos, y llegaremos más de prisa en esta alfombra que con nuestros pies!» Y encarándose con el dueño de la tienda, le dijo: «¡Con tu permiso!» Y se metió en la trastienda, y extendiendo la alfombra, rogó al príncipe que se sentara en ella. Y sentándose junto a él, le dijo: «¡Oh mi señor! ¡desea mentalmente que se te transporte a tu khan y a tu propio domicilio!» Y el príncipe Alí formuló en su alma el deseo. Y antes de que tuviese tiempo de despedirse del dueño de la tienda, que le había recibido tan finamente, se vio transportado a su propio aposento, sin sacudidas y sin incomodidad, en la misma postura en que estaba, y sin poder darse cuenta de si había surcado los aires o había pasado por debajo de tierra. Y el vendedor continuaba a su lado, sonriente y satisfecho. Y ya había acudido entre sus manos el esclavo para ponerse a sus órdenes.

Al adquirir aquella certeza de la virtud maravillosa de la alfombra, el príncipe Alí dijo a su esclavo: «¡Cuenta al instante a este hombre bendito cuarenta bolsas de mil dinares y ponle en la otra mano una bolsa de mil dinares!» Y el esclavo ejecutó la orden. Y dejando la alfombra al príncipe Alí, le dijo el vendedor: «¡Buena adquisición has hecho, ¡oh mi señor!» Y se fue por su camino.

En cuanto al príncipe Alí, convertido de tal suerte en poseedor de la alfombra encantada, llegó el límite de la satisfacción y de la alegría al pensar que había encontrado una rareza tan extraordinaria no bien llegó a aquella ciudad y a aquel reino de Bischangar. Y exclamó: «¡Maschalah! ¡Alhamdú lillah! ¡He aquí que sin esfuerzo he conseguido lo que me proponía con mi viaje, y ya no dudo de ganar a mis hermanos! ¡Y yo soy quien llegaré a esposo de la hija de mi tío, la princesa Nurennahar! Y además, ¿cuál no será la alegría de mi padre y el asombro de mis hermanos cuando yo les haya hecho comprobar las cosas extraordinarias que puede hacer esta alfombra preciosa? ¡Porque es imposible que mis hermanos, por muy favorable que sea su destino, logren encontrar un objeto que de cerca o de lejos pueda compararse con éste!» Y así pensando, se dijo: «¿Y si partiera enseguida para mi país, ahora que para mí no existen distancias?» Luego, tras de reflexionar, se acordó del plazo de un año que había convenido con sus hermanos, y comprendió que, si partía al instante, corría el riesgo de tener que esperarles mucho tiempo en el khan de los tres caminos, punto de cita. Y se dijo: «Entre espera y espera, prefiero pasar el tiempo aquí y no en el desierto khan de los tres caminos. Voy, pues, a distraerme en este país admirable, y al mismo tiempo a instruirme con lo que conozco». Y desde el día siguiente, reanudó sus visitas a los zocos y sus paseos por la ciudad de Bischangar.

Y de tal suerte pudo admirar las curiosidades verdaderamente singulares de aquel país de la India. Entre otras cosas notables, vio, en efecto, un templo de ídolos todo de bronce, con una cúpula situada sobre una terraza a cincuenta codos de altura, y esculpida y coloreada con tres franjas de pinturas muy animadas y de gusto delicado; y todo el templo estaba adornado con bajos relieves de un trabajo exquisito y con dibujos entrelazados; y se hallaba enclavado en medio de un vasto jardín plantado de rosas y otras flores buenas de oler y de mirar. Pero lo que constituía el atractivo principal de aquel templo de ídolos (¡confundidos y rotos sean!) era una estatua de oro macizo, de la altura de un hombre, que tenía por ojos dos rubíes movibles, y dispuestos con tanto arte, que parecían dos ojos con vida y miraban a quien se ponía delante de ellos, siguiendo todos sus movimientos. Y por la mañana y por la noche los sacerdotes de los ídolos celebraban en el templo las ceremonias de su culto descreído, haciéndolas seguir de juegos, de conciertos de instrumentos, de concursos de mimos, de cantos de almeas, danzas de bailarinas y de festines. Y por cierto que aquellos sacerdotes sólo se alimentaban con las ofrendas que continuamente les llevaba la muchedumbre de peregrinos desde el fondo de los países más distantes.

Y durante su estancia en Bischangar, el príncipe Alí pudo también ser espectador de una gran fiesta que se celebraba en aquel país todos los años, y a la cual asistían los walíes de todas las provincias, los jefes del ejército, los brahmanes, que son los sacerdotes de los ídolos, y los jefes del culto descreído y una muchedumbre innumerable de pueblo. Y toda aquella asamblea se congregaba en una llanura inmensa, dominada por un edificio de altura prodigiosa, que albergaba al rey y a su corte, y estaba sostenido por ochenta columnas y pintado por fuera con paisajes, animales, pájaros, insectos y hasta moscas y mosquitos, y todo al natural. Y junto a este edificio había tres o cuatro estrados de una extensión considerable, en donde se sentaba el pueblo. Y lo singular de todas aquellas construcciones consistía en que eran movibles y se las transformaba por momentos, cambiándolas de fachada y de decorado. Y empezó el espectáculo con un concurso de equilibristas de una ingeniosidad extremada, y con juegos de manos y danzas de fakires. Luego se vieron avanzar en orden de batalla, alineados a poca distancia unos de otros, mil elefantes enjaezados suntuosamente y cargado cada uno con una torre cuadrada de madera dorada, con bailarines y tañedoras de instrumentos en cada torre. Y aquellos elefantes tenían la trompa y las orejas pintadas de bermellón y de cinabrio, los colmillos dorados por completo, y en sus cuerpos había dibujadas, con colores vivos, figuras que ostentaban millares de piernas y de brazos en contorsiones terroríficas o grotescas. Y cuando aquel rebaño formidable llegó ante los espectadores, dos elefantes, que no estaban cargados con torres y que eran los mayores de aquel millar, salieron de las filas y avanzaron hasta el centro del círculo que formaban los estrados. Y uno de ellos, al son de los instrumentos, se puso a bailar, sosteniéndose de pie sobre sus patas traseras unas veces y sobre las delanteras otras. Luego trepó con agilidad hasta la parte alta de un poste clavado en tierra perpendicularmente, y agarrándose al extremo con las cuatro patas a la vez, se puso a batir el aire con su trompa y a estirar las orejas y a mover la cabeza en todos sentidos al compás de los instrumentos, mientras el otro elefante se balanceaba agarrado al extremo de otro colocado horizontalmente por en medio sobre un soporte y con una piedra de un tamaño prodigioso sujeta al otro extremo para servir de contrapeso al animal, que subía y bajaba marcando con la cabeza la cadencia de la música.

Y el príncipe Alí quedó maravillado de todo aquello y de otras muchas cosas también. Así es que se dedicó a estudiar con interés creciente las costumbres de aquellos indios, tan distintos a la gente de su país, y continuó paseando y visitando a los mercaderes y a los notables del reino. Pero, como estaba atormentado de continuo por su amor a su prima Nurennahar, aunque no había transcurrido el año, no pudo permanecer alejado de su país por más tiempo y resolvió abandonar la India para acercarse al objeto de sus pensamientos, persuadido de que sería más feliz al no sentirse separado de ella por una distancia tan grande. Y cuando su esclavo se hubo arreglado con el portero sobre el precio de la vivienda, se sentó con él en la alfombra encantada y se recogió en sí mismo deseando con vehemencia ser transportado al khan de los tres caminos. Y como abriera los ojos, que hubo de cerrar por un instante para abstraerse, advirtió que había llegado al khan consabido. Y se levantó de la alfombra y entró en el khan con sus ropas de mercader, y se dispuso a esperar allí tranquilamente el regreso de sus hermanos. ¡Y esto es lo referente a él!

¡En cuanto al príncipe Hassán, segundo de los tres hermanos, he aquí lo que le aconteció!

No bien se puso en camino, se encontró con una caravana que iba a Persia. Y se agregó a aquella caravana, y después de un viaje por llanuras y montañas, desiertos y praderas, llegó con ella a la capital del reino de Persia, que era la ciudad de Schiraz. Y por indicación de los mercaderes de la caravana, con los cuales había entablado amistad, fue a parar al khan principal de la ciudad. Y al día siguiente al de su llegada, en tanto que sus antiguos compañeros de viaje abrían los fardos e instalaban sus mercancías, él se apresuró a salir para ver lo que hubiese de ver. Y se hizo conducir al zoco, que en aquel país se llamaba Bazistán, maravillándose de la prodigiosa cantidad de cosas hermosas que descubría en las tiendas. Y por doquiera veía corredores y pregoneros que iban y venían en todos sentidos desenrollando hermosas piezas de seda, alfombras hermosas y otras cosas buenas que vendían en subasta.

Y he aquí que el príncipe Hassán vio, entre todos aquellos hombres tan atareados, a uno que tenía en la mano un canuto de marfil de una longitud de un pie y un dedo de grueso. Y aquel hombre, en vez de tener el aspecto ávido y presuroso de los demás pregoneros y corredores, se paseaba con lentitud y gravedad sosteniendo el canuto de marfil como un rey sostendría el cetro de su imperio, y más majestuosamente aún…

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Y CUANDO LLEGÓ LA 809ª NOCHE

Ella dijo: «…Y aquel hombre, en vez de tener el aspecto ávido y presuroso de los demás pregoneros y corredores, se paseaba con lentitud y gravedad, sosteniendo el canuto de marfil como un rey sostendría el cetro de su imperio, y más majestuosamente aún. Y el príncipe Hassán se dijo: «¡He aquí un corredor que me inspira confianza!» Y ya iba a encararse con él para rogarle que le mostrara el canuto que llevaba de manera tan respetuosa, cuando le oyó gritar, pero con voz impregnada de un gran orgullo y de un énfasis magnífico: «¡Oh compradores! ¡no perderá quien compre! ¡En treinta mil dinares de oro el canuto de marfil! ¡Muerto está quien lo hizo, y nunca más ha de dejarse ver! ¡Aquí tenéis el canuto de marfil! ¡Hace ver lo que hace ver! ¡No perderá quien le compre! ¡Quien quiera ver, puede ver! ¡Hace ver lo que hace ver! ¡Aquí tenéis el canuto de marfil!»

Al oír este pregón, el príncipe Hassán, que ya había dado un paso en dirección al vendedor, retrocedió con asombro, y encarándose con el mercader contra cuya tienda estaba apoyado, le dijo: «¡Por Alah sobre ti, ¡oh mi señor! ¡dime si ese hombre, que a tan exorbitante precio pregona ese canuto de marfil, tiene sana la razón, o si ha perdido todo buen sentido, o si sólo por broma se conduce así!» Y contestó el dueño de la tienda: «¡Por Alah, ¡oh mi señor! puedo atestiguarte que ese hombre es el más honrado y el más cuerdo de nuestros subastadores; y a él es a quien los mercaderes utilizan con más frecuencia, a causa de la confianza que les inspira, y porque es el más antiguo en el oficio! ¡Y respondo de su buen sentido, a no ser que lo haya perdido esta mañana; pero no lo creo! ¡Preciso es, pues, que ese canuto valga los treinta mil dinares y aun más para que lo vocee a ese precio! ¡Y los valdrá por algo que no se note! ¡Por lo demás, si quieres, voy a llamarle, y le interrogarás tú mismo! Por tanto, te ruego que subas a sentarte en mi tienda y a descansar un momento».

Y el príncipe Hassán aceptó la oferta, muy de agradecer, del mercader; y en cuanto estuvo sentado el joven, se acercó a la tienda el vendedor, que había sido llamado por su nombre. Y el mercader le dijo:

«¡Oh subastador amigo! el señor mercader que aquí ves está muy asombrado de oírte pregonar en treinta bolsas ese canutito de marfil; y yo mismo estaría igual de asombrado si no te tuviera por un hombre dotado de exacta probidad. ¡Responde, pues, a este señor, a fin de que no siga formando de ti una opinión desventajosa!» Y el vendedor se encaró con el príncipe Hassán, y le dijo: «¡En verdad ¡oh mi señor! que está permitida la duda a quien no ha visto! ¡Pero cuando hayas visto, no dudarás ya! En cuanto al precio del canuto, no es de treinta mil dinares, precio sólo para apertura de la subasta, sino de cuarenta mil. ¡Y tengo orden de no dejarlo en menos, y de no cedérselo más que a quien lo pague al contado!» Y el príncipe Hassán dijo: «¡Quisiera creerte bajo tu palabra ¡oh vendedor! pero aún tengo que saber la causa de que ese canuto merezca tal consideración y por qué singularidad se recomienda a la atención!» Y dijo el vendedor: «¡Has de saber ¡oh mi señor! que, si miras con este canuto por el extremo que está provisto de este cristal, sea cualquiera la cosa que desees ver, quedarás satisfecho al punto, y la verás!» Y dijo el príncipe Hassán: «¡Si es verdad lo que dices, ¡oh vendedor de bendición!, no solamente te pagaré el precio que pides, sino mil dinares más de corretaje para ti!» Y añadió: «¡Date prisa a enseñarme por qué extremo debo mirar!» Y el vendedor se lo enseñó. Y el príncipe miró, deseando ver a la princesa Nurennahar. Y de pronto la vio, sentada en la bañera de su hammam, entre las manos de sus esclavas, que procedían a su tocado. Y reía ella, jugueteando con el agua, y se miraba en su espejo. Y al verla tan hermosa y tan próxima a él, el príncipe Hassán, en el límite de la emoción, no pudo menos de lanzar un grito agudo, y estuvo a punto de dejar escapar de su mano el canuto.

Y tras de adquirir así la prueba de que aquel canuto era la cosa más maravillosa que había en el mundo, no vaciló ni un instante en comprarlo, convencido de que jamás encontraría una rareza semejante para llevarla como fruto de su viaje, aunque durara este viaje diez años y tuviese él que recorrer el Universo. E hizo seña al vendedor para que le siguiese. Y después de despedirse del mercader, fue al khan donde se alojaba, e hizo que su esclavo contase al vendedor las cuarenta bolsas, añadiendo otra por el corretaje. Y se convirtió en poseedor del canuto de marfil.

Y cuando el príncipe Hassán hubo hecho esta preciosa adquisición, no dudó de su preponderancia sobre sus hermanos, ni de su victoria ante ellos, ni de la conquista de su prima Nurennahar. Y lleno de alegría, como tenía tiempo sobrado, pensó en dedicarse a estudiar los usos y costumbres de los persas, y a ver las curiosidades de la ciudad de Schiraz. Y se pasó los días paseando, mirando y escuchando. Y como estaba bien dotado de ingenio y tenía un alma sensible, frecuentó el trato de los hombres instruidos y de los poetas, y aprendió de memoria los poemas persas más hermosos. Y sólo entonces fue cuando se decidió a regresar a su país; y aprovechando la salida de la misma caravana, se agregó a los mercaderes que la componían y se puso en camino. Y Alah le escribió la seguridad, y llegó sin contratiempo al khan de los tres caminos, que era el punto de cita. Y se encontró allá con su hermano el príncipe Alí. Y se quedó con él, esperando el regreso de su tercer hermano. ¡Y esto es lo referente a él!

¡En cuanto al príncipe Hossein, que era el más joven de los tres príncipes, te ruego ¡oh rey afortunado! que acerques a mí tu oído, pues he aquí lo que le aconteció!

Después de un largo viaje que nada tuvo de extraordinario verdaderamente, llegó a una ciudad que le dijeron era Samarcanda. Y en efecto, era Samarcanda al-Ajam, la propia ciudad en que ahora reina tu glorioso hermano Schahzamán, ¡oh rey del tiempo! Y al día siguiente al de su llegada el príncipe Hossein se presentó en el zoco, que en la lengua del país se llama Bazar. Y aquel bazar le pareció muy hermoso. Y mientras se paseaba, mirando a todos lados con sus dos ojos, vio de pronto a dos pasos de él un vendedor que tenía en la mano una manzana. Y era tan admirable aquella manzana, roja por un lado y dorada por otro, y gorda como una sandía, que al punto deseó comprarla el príncipe Hossein, y preguntó al que la llevaba: «¿Cuánto vale esta manzana, ¡oh vendedor!?» Y dijo el vendedor: «El precio de tasa ¡oh mi señor! es treinta mil dinares de oro. ¡Pero tengo orden de no cederla más que en cuarenta mil dinares, y al contado!» Y el príncipe Hossein exclamó: «¡Por Alah, ¡oh hombre!, que esta manzana es muy hermosa, y jamás la vi igual en mi vida! ¡Pero sin duda quieres burlarte al pedir un precio tan exorbitante!» Y contestó el vendedor: «No, ¡oh mi señor! y por Alah que este precio que pido no es nada en comparación con el valor real de esta manzana. Porque, por muy hermosa y admirable que a la vista sea, nada es eso en comparación con su aroma. ¡Y por muy bueno y delicioso que su aroma sea, nada es en comparación con sus virtudes! ¡Y por muy maravillosas que sean sus virtudes, ¡oh corona de mi cabeza! ¡oh hermoso señor mío! nada son en comparación con los efectos benéficos que reporta a los hombres!» Y dijo el príncipe Hossein: «¡Oh vendedor! ya que así es, date prisa a hacerme aspirar primero su aroma. ¡Y luego me dirás cuáles son sus virtudes y efectos!» Y tendiendo la mano, el vendedor acercó la manzana a la nariz del príncipe, que hubo de aspirarla. Y tan penetrante y tan suave le pareció su aroma, que exclamó: «¡Ya Alah! ¡se me ha pasado todo el cansancio del viaje, y estoy como si acabara de salir del seno de mi madre! ¡Ah! ¡qué inefable aroma!» Y dijo el vendedor: «Pues bien, señor; ya que por ti mismo acabas de experimentar efectos tan inesperados aspirando el aroma de esta manzana, has de saber que la tal manzana no es natural, sino fabricada por la mano del hombre; y no es fruto de un árbol ciego e insensible, sino fruto del estudio y las vigilias de un gran sabio, de un filósofo muy célebre, que se pasó toda la vida haciendo investigaciones y experiencias respecto a las virtudes de las plantas y de los minerales. Y logró la composición de esta manzana, que encierra en sí la quintaesencia de todos los cuerpos simples, de todas las plantas útiles y de todos los minerales curativos. En efecto, no hay enfermo, cualquiera que sea la calamidad de que esté afligido, aun cuando se trate de la peste, de la fiebre purpúrea o de la lepra, que no recobre la salud al olerla, aunque esté moribundo. Y tú mismo inclusive acabas de sentir hasta cierto punto su efecto, pues que con su olor se te ha disipado el cansancio del viaje. Pero, para mayor certeza, quiero que con ella cure ante tus ojos un enfermo aquejado de un mal incurable, a fin de que estés seguro de sus virtudes y propiedades, como lo están todos los habitantes de esta ciudad. ¡No tienes, en efecto, más que interrogar a los mercaderes que se han congregado aquí, y la mayoría de entre ellos te dirán que, si están con vida todavía, es únicamente merced a esta manzana que ves!»

Y he aquí que, mientras hablaba así el vendedor, varias personas se habían parado y le habían rodeado, diciendo: «¡Sí, por Alah, que todo eso es verdad! ¡Esa manzana es la reina de las manzanas y el más excelente de los remedios! ¡Y saca de las puertas de la muerte a los enfermos más desesperados!» Y como para confirmar todo lo bien que hablaban de ella, acertó a pasar por allí un pobre hombre ciego y paralítico, a quien un mozo llevaba a hombros en una banasta. Y el vendedor se acercó a él con viveza y le puso la manzana junto a la nariz. Y de repente el enfermo se levantó en la banasta, y saltando como un gato por encima de la cabeza del que le llevaba, echó a correr, abriendo unos ojos como tizones. Y todo el mundo le vio y dio fe de ello.

Entonces, convencido de la eficacia de aquella manzana maravillosa, el príncipe Hossein dijo al vendedor: «¡Oh rostro de buen augurio, te ruego que me sigas a mi khan!» Y le llevó al khan en que se alojaba y le pagó los cuarenta mil dinares, y le dio una bolsa de mil dinares de regalo por el corretaje. Y convertido en poseedor de la manzana maravillosa, esperó con paciencia la salida de alguna caravana para volver a su país. Porque estaba persuadido de que con aquella manzana triunfaría fácilmente de sus dos hermanos y sería esposo de la princesa Nurennahar. Y cuando la caravana estuvo dispuesta, partió de Samarcanda, y después de las fatigas de un largo viaje, llegó en seguridad, con permiso de Alah, al khan de los tres caminos, donde le esperaban sus dos hermanos Alí y Hassán.

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

PERO CUANDO LLEGÓ LA 810ª NOCHE

Ella dijo: …Y tras de abrazarse con mucha ternura y felicitarse mutuamente por su dichoso arribo, los tres príncipes se sentaron a comer juntos. Y después de la comida tomó la palabra el príncipe Alí, que era el mayor, y dijo: «¡Oh hermanos míos! tenemos por delante toda la vida para contarnos las particularidades de nuestro viaje. ¡Ahora sólo se trata de mostrarnos unos a otros la rareza traída, motivo y fruto de nuestra empresa, a fin de que podamos hacernos justicia de antemano y ver aproximadamente a quien dará la preferencia nuestro padre el sultán con respecto a nuestra prima, la princesa Nurennahar!»

Y se calló por un momento, y añadió: «Por mi parte, como soy vuestro hermano mayor, voy a revelaros mi hallazgo. Sabed, pues, que mi viaje fue a la India marítima, al reino de Bischangar. Y todo lo que he traído es esta alfombra de plegaria sobre la cual me veis sentado, y que es de lana corriente y de una apariencia sin suntuosidad. ¡Pero, merced a esta alfombra, espero conquistar a nuestra prima!» Y contó a sus hermanos toda la historia de la alfombra volante, y sus virtudes, y cómo se había servido de ella para, en un abrir y cerrar de ojos, regresar desde el reino de Bischangar. Y para dar más valor a sus palabras, rogó a sus hermanos que se sentaran con él en la alfombra, y les hizo efectuar por el aire un viaje, que duró lo que un parpadeo, y que en otros vehículos hubiera necesitado meses para llevarlo a cabo. Luego añadió: «¡Ahora supongo que me diréis si lo que habéis traído puede compararse con mi alfombra!» Y cuando hubo acabado de ensalzar de tal suerte el objeto que poseía, se calló.

Y a su vez tomó la palabra el príncipe Hassán, y dijo: «En verdad ¡oh hermano mío! que esta alfombra volante es cosa prodigiosa, y en mi vida la he visto parecida. Pero por muy admirable que sea, ambos convendréis conmigo en que puede haber en el mundo otras cosas dignas de atención; y para daros prueba de ello, aquí tenéis este canuto de marfil, que a primera vista no parece una rareza tan extraordinaria. No obstante, podéis creer que me ha costado lo que me ha costado y que, a pesar de su apariencia modesta, es un objeto de lo más maravilloso. Y no dudaréis en creerme cuando hayáis aplicado un ojo al extremo de este canuto, donde tiene este cristal. ¡Mirad de la manera que voy a enseñaros!»

Y acercó el canuto de marfil a su ojo derecho, cerrando su ojo izquierdo, y diciendo: «¡Oh canuto de marfil, hazme ver enseguida a la princesa Nurennahar!» Y miró a través del cristal. ¡Y sus dos hermanos, que tenían los ojos fijos en él, llegaron al límite del asombro al ver que de repente se le demudaba el semblante y se ponía muy amarillo, como bajo la pesadumbre de una gran aflicción! Y antes de que tuviesen tiempo de interrogarle, exclamó: «¡No hay fuerza ni recurso más que en Alah! ¡Oh hermanos míos! ¡en vano fue que los tres emprendiéramos un viaje tan penoso en espera de la dicha! ¡Ay! dentro de algunos instantes nuestra prima estará sin vida ya, porque acabo de verla en su lecho rodeada por sus mujeres llorosas y por los eunucos desesperados. ¡Vosotros mismos juzgaréis, por cierto, del estado lamentable a que se ve reducida para calamidad nuestra!» Y así diciendo, entregó el canuto de marfil al príncipe Alí, indicándole que formulara mentalmente el anhelo de ver a la princesa. Y el príncipe miró a través del cristal y retrocedió tan afligido como su hermano. Y el príncipe Hossein le quitó de las manos el canuto, y vio el mismo espectáculo entristecedor. Pero, lejos de mostrarse tan afligido como sus hermanos, se echó a reír, y dijo: «¡Oh hermanos míos! ¡refrescad vuestros ojos y calmad vuestra alma, pues, aunque a juzgar por lo que hemos visto, es bastante grave la enfermedad de nuestra prima, no podrá resistir a las propiedades de esta manzana que aquí veis, y cuyo solo aroma resucita a los muertos en el fondo de sus sepulcros!» Y en pocas palabras les contó la historia de la manzana y sus virtudes y los efectos de sus virtudes, y les aseguró que sin duda curaría a su prima.

Al oír estas palabras, exclamó el príncipe Alí: «En ese caso, ¡oh hermano mío! no tenemos más que transportarnos con toda diligencia a nuestro palacio, utilizando para ello mi alfombra. Y experimentarás en nuestra bien amada prima la virtud salvadora de esa manzana».

Y los tres príncipes dieron orden a sus esclavos de que montaran a caballo para reunirse con ellos más tarde, y les despidieron. Luego, sentándose en la alfombra, formularon a su vez el mismo deseo de ser transportados al aposento de la princesa Nurennahar. Y en un abrir y cerrar de ojos se encontraron en medio de la habitación de la princesa sentados en la alfombra.

Así es que, cuando las mujeres y los eunucos de Nurennahar vieron de pronto en la estancia a los tres príncipes, sin comprender cómo habían llegado, se sintieron poseídos de terror y asombro. Y los eunucos les desconocieron en un principio, tomándoles por extranjeros, y ya estaban a punto de arrojarse sobre ellos, cuando volvieron de su error. Y los tres hermanos se levantaron de la alfombra enseguida; y el príncipe Hossein se acercó con presteza al lecho en que yacía Nurennahar en la agonía, y le acercó a las narices la manzana maravillosa. Y la princesa abrió los ojos, movió de un lado a otro la cabeza, mirando con ojos asombrados a las personas que la rodeaban, y se incorporó. Y sonrió a sus primos y les dio a besar su mano, deseándoles la bienvenida, y se informó de su viaje. Y le hicieron presente cuán dichosos eran de haber llegado a tiempo para contribuir a su curación, con ayuda de Alah. Y las mujeres la enteraron de cómo habían llegado los tres hermanos, y de cómo la había vuelto a la vida el príncipe Hossein, haciéndole aspirar el olor de la manzana. Y Nurennahar les dio las gracias a todos, y al príncipe Hossein en particular. Luego, como mandara ella que la vistiesen, sus primos se despidieron, haciendo votos por la larga duración de su vida, y se retiraron.

Y dejando a su prima al cuidado de las mujeres, los tres hermanos fueron a echarse a los pies de su padre el sultán, y le presentaron sus respetos. Y el sultán, que ya estaba prevenido por los eunucos de la llegada y de la curación de la princesa, les levantó y les abrazó y se alegró de verles llegar con buena salud. Y tras de dar rienda suelta de aquel modo a su mutuo afecto, los tres príncipes presentaron al sultán la rareza que había traído cada uno de ellos. Y después que le hubieron explicado lo que tenían que explicarle acerca del particular, le suplicaron que diera su opinión y manifestara su preferencia.

Cuando el sultán hubo oído todo lo que sus hijos quisieron decirle para encomiar lo que habían traído, y cuando hubo escuchado sin interrumpirles lo que le contaban con respecto a la curación de su prima, se quedó silencioso por algún tiempo reflexionando profundamente. Tras de lo cual levantó la cabeza, y les dijo: «¡Oh hijos míos! el asunto es muy delicado, y resulta todavía más difícil de resolver que antes de vuestra marcha. Porque por un lado encuentro que las rarezas que me traéis se equiparan con toda justicia, y por otro lado veo que, cada una por su parte, todas han contribuido por igual a la curación de vuestra prima. En efecto, el canuto de marfil fue el primero en descubrir lo que ocurría a la princesa; y la alfombra os transportó a presencia suya con toda diligencia; y la ha curado la manzana. Pero no se habría producido, con asentimiento de Alah, tan maravilloso resultado si hubiese faltado alguna de esas rarezas. Así es que al presente veis a vuestro padre más perplejo aún que antes para hacer su elección. ¡Y vosotros mismos, que estáis dotados del sentido de la justicia, debéis hallaros tan perplejos y fluctuantes como yo me hallo!»

Y habiendo hablado de tal suerte con sabiduría e imparcialidad, el sultán se puso a reflexionar acerca de la situación. Y al cabo de una hora de tiempo exclamó: «¡Oh hijos míos! me queda un solo medio para salir del atolladero. Y voy a indicároslo. Consiste ¡oh hijos míos! en lo siguiente: Como hasta la noche os queda tiempo todavía, coged cada cual un arco y una flecha, y saliendo de la ciudad, id al meidán donde se celebran las justas de caballeros y yo iré con vosotros. ¡Y declaro que daré por esposa la princesa Nurennahar a aquel de vosotros que tire la flecha más lejos!» Y los tres príncipes contestaron con el oído y la obediencia. Y fueron juntos al meidán, seguidos de numerosos oficiales de palacio.

Y como el príncipe Alí era el mayor, cogió su arco y una flecha y tiró el primero; y el príncipe Hassán tiró el segundo, y su flecha fue a caer más lejos que la de su hermano mayor. Y el tercero en tirar fue el príncipe Hossein; pero ninguno de los oficiales apostados de trecho en trecho en un largo recorrido vio caer su flecha, que hendió los aires en línea recta y se perdió en la lejanía. Y corrieron y la buscaron; pero a pesar de todas las pesquisas y de la atención que en ello se puso, no fue posible encontrar la flecha.

Entonces, ante todos sus oficiales reunidos, el sultán dijo a los tres príncipes: «¡Oh hijos míos! ¡ya veis que la suerte está echada! Aunque parezca que tú, ¡oh Hossein! eres quien llegó más lejos, no eres el vencedor, porque es necesario que se encuentre la flecha para que la victoria se pronuncie evidente y cierta. Y me veo en la obligación de declarar vencedor a mi segundo hijo Hassán, cuya flecha ha caído más lejos que la de su hermano mayor. Así, pues, ¡oh hijo mío Hassán! eres tú, incontestablemente, quien llegará a ser esposo de la hija de su tío, la princesa Nurennahar. ¡Porque ése es tu destino!»

Y habiendo decidido de tal suerte, el sultán dio al punto las órdenes oportunas para los preparativos y las ceremonias de las bodas de su hijo Hassán con la princesa Nurennahar. Y pocos días después se celebraron las nupcias con gran magnificencia. ¡Y he aquí lo referente al príncipe Hassán y a su esposa Nurennahar!

En cuanto al príncipe Alí, no quiso asistir a las ceremonias del matrimonio, y como era muy viva su pasión por su prima y no tenía objeto en lo sucesivo, no pudo resolverse a vivir en palacio, y en sesión pública renunció de buen grado a la sucesión al trono de su padre. Y vistió el hábito de derviche y fue a ponerse bajo la dirección espiritual de un jeique reputado por su santidad, su ciencia y su vida ejemplar en el fondo de la más retirada de las soledades. ¡Y esto es lo referente a él!

¡Pero por lo que atañe al príncipe Hossein, cuya flecha habíase perdido en la lejanía, he aquí lo que le aconteció…

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.